sábado, 16 de octubre de 2010

Confesiones de un ex fumador




JAVIER CERCAS PALOS DE CIEGO


"Hace año y medio dejé de fumar. Nunca imaginé que escribiría esa frase, pero ahí está: Hace año y medio dejé de fumar. Nunca lo imaginé porque fumo desde los 13 o 14 años y porque siempre he pensado que fumar estaba tan unido a mi identidad como mis huellas digitales, porque era incapaz de imaginarme a mí mismo sin fumar, porque yo me sentía un fumador nato que había nacido en un país de fumadores natos, un país donde todo el mundo fumaba a todas horas en todas partes, y adonde nunca llegaría la campaña antitabaquista desencadenada en el mundo desde los años ochenta. Pero me equivoqué, me equivoqué de arriba abajo: la campaña antitabaquista llegó, los antaño victoriosos fumadores patrios se baten en retirada convertidos en apestados mientras el Congreso se apresta a debatir un endurecimiento de la ley antitabaco que prohibirá fumar en todos los bares y restaurantes, y hace año y medio yo dejé de fumar.
“Llevaba toda la vida haciendo algo que no me gustaba hacer y que nadie me obligaba hacer”
¿Qué ha ocurrido? No lo sé; lo único que sé es lo que me ha ocurrido a mí. A continuación paso a contarlo, no porque aspire a emular a los grandes narradores del vicio del tabaco –de Svevo a Ribeyro–, sino porque mi experiencia es más bien rara, tan rara que, hasta donde recuerdo, no se parece a la de ninguno de ellos. De entrada diré que empecé a fumar por la misma razón por la que he hecho la mayor parte de las cosas que he hecho en mi vida: por mi falta absoluta de personalidad. Quiero decir que empecé a fumar porque en mi adolescencia fumar era un rito de paso y no se podía ser un hombre de verdad si no se fumaba; esta idiotez se complementaba con otra idiotez según la cual era imposible ligar sin fumar, lo que me convirtió a mis 15 años en una verdadera chimenea, por cierto sin el menor éxito. A partir de entonces mi vida de fumador transcurrió durante un tiempo con placidez. Sin embargo, en la segunda mitad de los ochenta, cuando empezaba en USA la campaña antitabaquista, tuve la ocurrencia peregrina de mudarme a ese país; allí no gané para disgustos, hasta el punto de que más de una noche me sorprendí aferrado a mi cigarrillo en medio de una tormenta de nieve y a 15 grados bajo cero, a la puerta de una fiesta universitaria, sufriendo con la mayor entereza posible que en el interior de la casa los varones no fumadores disfrutaran sin escrúpulos de abundante compañía femenina y de vino abundante. Así que no me quedó más remedio que volver a España, donde todo por fortuna seguía como siempre. La alegría no duró: justo entonces empezó lo peor. Tuve un hijo, y lo primero que le oí a su pediatra fue que el humo del tabaco era una de las causas de la llamada muerte súbita de los bebés, cosa que me provocó tal ataque de ansiedad que solo volví a fumar en mi casa exiliándome en el balcón; luego, conforme en España los fumadores nos convertíamos poco a poco en apestados, mi hijo se hizo mayor y, totalmente intoxicado por la campaña antitabaquista, empezó a acosarme. Su argumento era único aunque demoledor: no entendía que su padre se metiese entre pecho y espalda dos paquetes diarios de veneno; yo traté de defenderme, pero, pese a que desplegué toda mi capacidad dialéctica, al final no tuve más remedio que aceptar una evidencia: o estrangulaba a mi hijo y lo tiraba por el balcón o dejaba de fumar. Mi falta de personalidad hizo el resto, y prometí dejar de fumar cuando terminara el libro que estaba escribiendo. Convencido de que no merecía la pena vivir sin fumar, postergué al máximo el final de mi trabajo, pero cuando ya no pude quitar ni añadir una coma tuve que entregar el libro y afrontar mi compromiso. Como no me sentía capaz de cumplirlo, pedí ayuda a un brujo, que me mostró una foto espeluznante de los pulmones podridos de un fumador y me hipnotizó. Fue entonces cuando ocurrió.

Lo que ocurrió no fue solo que aquel mismo día dejé de fumar sin sufrir lo más mínimo y sin sentir desde entonces la más mínima nostalgia del tabaco; eso quizá no sería tan raro: lo raro es que aquel mismo día comprendí con una claridad por completo exenta de dudas que nunca me había gustado fumar y que no era yo quien había estado fumando tabaco durante más de 30 años sino el tabaco quien me había estado fumando a mí. Ya lo sé: no me creen; creen que esa afirmación es una chifladura fanática de converso al antitabaquismo; creen que fue el brujo. Pero no fue el brujo, porque, salvo en las películas de Woody Allen, los brujos ya no embrujan; tampoco es el antitabaquismo, porque yo sigo pensando que todo el mundo tiene derecho a envenenarse como le venga en gana, y que los fumadores no son una excepción. Esto es lo que es: el descubrimiento perplejo de que llevaba toda la vida haciendo algo que no me gustaba hacer y que nadie me obligaba hacer, algo que era facilísimo dejar de hacer y que me estaba matando. Desde entonces me pregunto a menudo cuántas cosas como esa sigo haciendo. Por supuesto me respondo que, si algún día puedo contestar a esa pregunta, ya será tarde.
"

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